lunes, febrero 14, 2005

La teoría de la relatividad cumple 100 años

En 1905, un desconocido empleado de la oficina de patentes de Berna, Suiza, concibió, en charlas con un compañero, Michele Besso, una nueva forma de analizar la naturaleza de la luz y revolucionar así el estudio de la verdadera naturaleza del tiempo. Hasta entonces, las leyes de la física prescribían que la veloci dad de la luz variaba según el movimiento de quien la midiera. Así, un cuerpo en reposo registraría una velocidad diferente a la de la luz, de un cuerpo que, hipotéticamente, se moviera a la misma velocidad de ella, 300.000 kilómetros por segundo.Al empleado, de aspecto desprolija y de sólo 26 años, no le encajaba mucho esta idea y, matemáticas mediante, se propuso rebatirla. El resultado fue nada menos que el de la famosa teoría de la relatividad especial. Estableció que la velocidad de la luz será siempre la misma, sin importar la velocidad de quien la mida. Lo que se detiene, en cambio, es el tiempo. Como explicó a Clarín el secretario de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacio nal de La Plata, doctor Horacio Alberto Falomir, "el aporte es el de describir qué ocurre cuando las velocidades son altas. Su fundamento es que la velocidad de la luz es siempre la misma sin importar el movimiento del observador." Se llega así al principio de la relatividad especial, por el que las leyes que rigen a los fenómenos físicos no dependen de los sistemas de referencia que utilicen quienes las estudian. Acorde con esta teoría, si alguien logra alcanzar la velocidad de la luz no podrá afirmar, como antes, que la luz se detiene; lo que se ha detenido es el tiempo pues avanza muchísimo más rápido que de costumbre. La velocidad de la luz sigue constante, pero el tiempo se detiene porque quien recorre la misma distancia demora mucho menos para llegar a su destino que si lo hiciera a una velocidad menor.A partir de este postulado, Albert Einstein, el joven científico que trabajaba en la oficina de patentes, desarrolló la conocida ecuación e=mc2 (energía igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado). Según el director del Departamento de Física de la Universidad de Buenos Aires, doctor Diego Mazzitelli, "Einstein dedujo que era posible la conversión de masa en energía. Así, se pudo entender todo lo relacionado con energía nuclear, que fue aplicada después, tanto para usos pacíficos como para usos bélicos." Para publicar estas conclusiones, en 1905 Einstein envió a la revista alemana Annalen der Physic" un artículo que tituló "Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento". En 1919, la Royal Society británica se encargó de inmortalizar al desconocido científico anunciando la veracidad de los principios contenidos en el artículo, claves para el desarrollo de la energía nuclear. Esos principios permitirían formular en 1915, de la menos célebre teoría de la relatividad general, que incluye el análisis de fenómenos gravitatorios.La contribución de la relatividad no es, sin embargo, la única que hizo Einstein a la humanidad en 1905, quizá el año más prolífico de su actividad científica. También tuvo tiempo de ocuparse, entre otras labores, de aclarar los fundamentos de la mecánica cuántica, sin los que no hubieran podido concebirse inventos como la tevé, la computadora, Internet y los rayos láser, entre otros. Como afirmó Mazzitelli: "Toda la electrónica tiene como base científica la mecánica cuántica, que no hubiera podido desarrollarse sin las contribuciones esenciales de Einstein en sus trabajos sobre el efecto fotoeléctrico".

lunes, febrero 07, 2005

Einstein: el inventor del siglo XX

Es verdad: fue un alumno opaco, huyó de los nazis, habló en contra de la bomba atómica, patentó su mayor descubrimiento en una ecuación incónica (E=mc2), redefinió a Dios con un aforismo (“Dios no juega a los dados”), e impuso la figura del científico bonachón, pacifista y distraído. Pero, honestamente, a cien años de aquel 1905 en el que publicó la Teoría de la Relatividad que lo convirtió en quien fue: ¿sabe usted por qué Albert Einstein inventó el siglo XX?
”Mi hijo se siente profundamente infortunado con su actual situación de desempleo. Día a día crece en él la sensación de que su carrera va desencaminada.” Carta de Hermann Einstein, padre de Albert (1901)
A fines del siglo XIX, Occidente en general se aproximaba lenta pero firmemente a una seria crisis política y cultural: la paz armada y la competencia capitalista entre las potencias europeas desembocarían en la guerra del ‘14 y el ascenso del socialismo y el movimiento obrero en las revoluciones rusas; la pintura se desprendía de la forma, enfilaba hacia el cubismo y, más allá, la abstracción; la música ensayaba disonancias; la literatura iniciaba el camino que la apartaría del naturalismo y desembocaría en el fluir de la conciencia de Proust, Woolf y Joyce; y las matemáticas sufrían los rigores de la teoría de conjuntos, que sacudirían la filosofía y que rematarían en el positivismo lógico.
La física, que en el siglo XIX se jactaba de poder explicar todo lo existente, por su parte, estaba en un brete bastante serio. La triunfal teoría electromagnética de James Clark Maxwell había resucitado los viejos fantasmas del movimiento y el reposo absolutos, que Newton y su mecánica habían desterrado dos siglos atrás. La visión novecentista del mundo había llenado al universo vacío de Newton con éter, una dudosa y repugnante sustancia aristotélica, donde vibraban las ondas electromagnéticas, y que se encontraba en “reposo absoluto” en todo el universo.
Si el éter se encontraba en reposo absoluto, al moverse a través de este éter dormido, la Tierra recibiría una corriente –un viento de éter en contra– de la misma manera que un avión recibe una corriente de aire en sentido contrario a su movimiento. Y este viento de éter –sostenía la teoría– tendría que ser capaz de retrasar un rayo de luz. En 1881 y 1889, los físicos norteamericanos Michelson y Morley hicieron el experimento y no detectaron nada: ningún viento de éter, ningún retraso en el rayo de luz, ningún tipo de movimiento absoluto. La situación era, sin duda, grave: la teoría (electromagnética) predecía una cosa (que el rayo de luz se tenía que retrasar) y los experimentos daban un resultado contrario: la luz no se retrasaba un ápice. ¿Y entonces? Y entonces había que buscar una explicación que arreglara esta discrepancia.
Dos físicos, Lorentz y Fitzgerald, cada uno por su cuenta, sugirieron una solución. Era rara, pero era una solución. Imaginaron que, con el movimiento, las distancias y el tiempo se modifican, y aceptando esas extrañas propiedades del tiempo y el espacio, y haciendo los cálculos apropiados, se entiende por qué el experimento de Michelson-Morley no reveló ningún retraso en el rayo de luz. Al moverse la Tierra respecto del éter, las distancias y los tiempos se modifican de tal manera que el rayo llega a la cita con puntualidad y sin registrar retraso alguno. Pero la explicación tenía un punto flojo: ¿por qué se van a contraer los cuerpos con el movimiento? ¡Si no hay ninguna razón para que lo hagan! En realidad, era una solución de compromiso, una transacción ad hoc, que dejaba a salvo el éter, el electromagnetismo, el rayo de luz que no se retrasaba y la predicción de que se retrasaba. Arreglaba las cosas, pero al costo de un dolor de cabeza. Por primera vez se habían tocado el espacio y el tiempo, esos dioses que reinaban desde la época de Newton, y que parecían intocables. Era chapucero, pero el daño estaba hecho.
Pequeños milagros
No era el único frente de tormenta: hacia fines del siglo XIX, se había profundizado la investigación en el terreno del átomo; primero los rayos X y luego la radiactividad ofrecían avalanchas de datos sin una teoría comprensiva. En el año 1900, Max Plank había propuesto una explicación delfenómeno de la radiación del cuerpo negro (un problema heredado del siglo XIX) que contenía una hipótesis novedosa y sobre todo herética (cuyos alcances el mismo Plank estaba lejos de imaginar). Plank suponía que la energía era emitida de manera discreta, en paquetes, o cuantos de energía, es decir, rompiendo el baluarte de la continuidad que ostentaba hasta entonces el concepto de energía.
Eso, en 1900. En 1903, un muchacho que creía en el éter, y en la continuidad de la energía, empezó a trabajar como empleado en la oficina de patentes de Berna (Suiza). Tenía a la sazón 24 años y estaba terminando su doctorado en Física. No había sido, hasta el momento, un estudiante especialmente destacado, pero que sin embargo fue, al decir de sus jefes, un buen empleado, que en los intersticios del trabajo se dedicó a reflexionar sobre aquellas cuestiones que preocupaban a los físicos: el éter, el movimiento absoluto, los cuantos de Plank. Así son las cosas.
Y ahí llegó el famoso annus mirabilis (año milagroso) de 1905. Milagroso para la física, para Einstein, para el mundo. Ese año curioso y extraño, mientras en Rusia se producía la primera revolución (que culminaría en 1917 y en la perestroika siete décadas más tarde) y el incidente del acorazado Potemkin, mientras nacían Greta Garbo y Osvaldo Pugliese y se fundaba Las Vegas, Albert Einstein, ascendido ya a perito de primera clase en la oficina de patentes, de 26 años de edad, publicó una seguidilla de cinco trabajos en la revista científica del momento, los Annalen der Physik (valga decir que, por esa época, si un científico quería ser por lo menos respetado debía saber más alemán que inglés). Cada uno de ellos apuntaba a una cuestión importante y la resolvía de una manera sorprendente y cada uno de esos tres trabajos le hubiera garantizado, por sí solo, un premio Nobel de Física.
El primero, en marzo (llamado Sobre un punto de vista heurístico concerniente a la emisión y transformación de la luz) se metía con los cuantos de Plank y lo extendía a la luz: Einstein sostenía que la luz, entonces representada y considerada una onda electromagnética, poseía también una naturaleza corpuscular y se comportaba como una lluvia de partículas (fotones, o cuantos de luz) y que su energía no estaba distribuida sino que se concentraba en paquetes o cuantos discretos, que se localizaban en el espacio y que podían ser absorbidos o generados solamente en paquetes. La teoría explicaba un problema que intrigaba a los físicos: el mecanismo por el cual la luz, al incidir sobre un metal, era capaz de arrancar electrones. Era una explicación del efecto fotoeléctrico, que resistía desde hacía años. Sobre ese trabajo descansa toda la mecánica cuántica y toda la física atómica de la primera mitad del siglo XX, y fue este trabajo el que le valió el Premio Nobel que habría de recibir en 1921 (pese a lo que piensa mucha gente, Einstein no ganó el Nobel por su Teoría de la Relatividad).
En abril, terminó su ya retrasada tesis de doctorado (Una nueva determinación de las dimensiones de la molécula) demostrando que el tamaño de las moléculas en un líquido podía medirse por su viscosidad (es útil recordar que en 1905 aún se discutía sobre la existencia real o meramente ficcional de las moléculas y los átomos).
En mayo, el tercer trabajo (¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido energético?) atacaba uno de los problemas heredados del siglo XIX (el del movimiento browniano) y lo cerraba de una vez por todas, al encontrar una formulación matemática acabada.
Y en el cuarto, ese joven que había creído en el éter –pero que ya no creía más– se metía en el embrollo del movimiento absoluto, el electromagnetismo y sus derivados, el tiempo y las distancias cambiantes de Fitzgerald y Lorentz, y resolvía el problema, proponiendo una visión del mundo radicalmente distinta a la que había reinado hasta entonces. Le había puesto un título en apariencia abstruso: Sobre la electrodinámica delos cuerpos en movimiento, pero en la historia y la ciencia, quedaría con un nombre mucho más sonoro y elocuente: Teoría de la Relatividad.
El quinto trabajo no tuvo importancia, pero se le puede perdonar.
1905, paredón y después
Salvo por un puñado de físicos, la Teoría de la Relatividad no fue aceptada de inmediato. Era demasiado audaz, demasiado imaginativa, rompía demasiado con conceptos bien establecidos, en especial con la sacralidad del tiempo y el espacio, esas intuiciones puras del entendimiento que Newton había elevado al más alto sitial: el espacio inmóvil como marco general y escenario global dentro del cual suceden los fenómenos, y donde una distancia siempre es la misma distancia. Por otro lado, en ese espacio transcurría también un tiempo absoluto, matemático y universal; tanto el espacio como el tiempo eran entidades independientes de los fenómenos y resultaba inconcebibles que las cosas fueran de otra manera. Es ahí donde la Teoría de la Relatividad introduce una ruptura metafísica: según Einstein, el espacio y el tiempo se amalgaman en algo distinto, el “espacio-tiempo”, que depende de los observadores: dos sucesos que son simultáneos para uno de ellos, puede no serlo para el otro, y lo mismo ocurre con las duraciones y longitudes: un segundo no necesariamente dura lo mismo para dos observadores diferentes. El reloj que da la hora para todo el universo ha dejado de existir. Situación que se agudizará en 1915 con la Teoría General de la Relatividad (básicamente una teoría de la gravitación), donde la geometría misma del espacio-tiempo depende de la estructura de los fenómenos, en especial de la distribución de la masa y la energía, capaz de curvar el espacio y hacer que el tiempo transcurra cada vez más despacio.
El lugar del absoluto, a partir de 1905, retrocede una vez más (como lo venía haciendo desde los tiempos de Copérnico) y se refugia en dos recovecos. Uno, la velocidad de la luz, que a diferencia de los segundos y los metros es exactamente la misma para todos los observadores, y segundo, la forma de las leyes de la naturaleza que también tienen exactamente la misma forma para todos los observadores.
Así, la Relatividad de 1905 no tenía correlato experimental posible (ya que los efectos relativistas sólo son medibles a velocidades muy altas), y no pasaba de ser una apuesta teórica (hoy la dilatación temporal ya se ha medido y comprobado experimentalmente en laboratorios y ciclotrones). Curiosamente fue la Teoría de la Relatividad General la que pasó la primera prueba empírica en 1919, cuando durante un eclipse se pudo comprobar que la masa del Sol efectivamente curvaba los rayos de luz (es decir, curvaba las líneas rectas), y que el Sol no era un actor pasivo que actuaba dentro del espacio, sino que intervenía en la estructura del espacio-tiempo.
Pero hay algo más: las dos teorías, la especial y la general, le permitieron a Einstein imaginar un modelo global del universo: en contraposición al cosmos newtoniano infinito y abierto, imaginó un universo finito y cerrado sobre sí mismo. Finalmente, la cosa no resultó ser así, pero fue la primera reformulación a fondo desde la revolución científica del siglo XVII.
Y todo empezó en 1905. Verdaderamente, se trató de un año milagroso. Como un mago, Einstein sacó de la galera al siglo XX.

domingo, febrero 06, 2005

Física cuántica

Cuando miramos un árbol, decimos, "sus hojas son verdes": "mi verde". Es nuestra realidad cotidiana. Sin embargo, no somos conscientes de que el color que manifiesta el árbol es el que refleja, es el que "no quiere", el que "rechaza", pues sólo permite que penetre en su estructura celular el resto de colores del espectro visible, que es la banda de frecuencias que exige de la radiación solar para llevar a cabo la fotosíntesis. El color que muestra es sólo su autoafirmación de especie frente al ambiente que le rodea. Por tanto, ¿cuál es la realidad?, el verde que vemos o la fracción de frecuencias representadas por el resto de radiaciones del espectro que permiten al árbol seguir viviendo?.
Actualmente, los físicos se preguntan si el mundo que llamamos real es algo concreto, tal como se nos presenta, o por el contrario es la percepción holográfica de una gran cohorte de partículas elementales que se ordenan ante la inferencia humana. Si no se obtiene una percepción directa de la realidad, ¿existe tal realidad?, y especialmente, ¿si cuando dejamos de percibirla (olerla, saborearla, tocarla, mirarla, ponderarla, evaluarla, etc.), queda sólo como una sensación inconcreta que se desdibuja en el tiempo?. Por ello, las preguntas que se deben hacer, por simple asociación, son:
1. No conozco, no tengo conciencia del fenómeno, ¿luego no existe?;
2. ¿Sólo existe cuando lo percibo?;
3. Lo que percibo, ¿es el mundo real?, o ¿sólo es "mi mundo real"?;
4. Mi mundo real, ¿es solamente "mi presente"?;
5. En cada instante de mi presente, ¿se encuentra la profundidad de la eternidad?;
6.¿Puedo inmovilizar e intemporalizar ese "mi instante"?, y si es así,
7. ¿Puedo tomar conciencia de la eternidad?.
Aparentemente, son preguntas cuyas respuestas parecen ser altamente complejas. En los años 30 del siglo pasado, Einstein, Rosen y Podolsky, afrontan este problema escribiendo:" No cabe esperar ninguna definición mínimamente razonable de la realidad que nos rodea". El rol de la conciencia del observador en la creación de la realidad cuántica, se presenta como uno de los grandes retos de la física actual, ya que este observador al encontrarse aparentemente fuera del sistema cuántico que es abierto e impredecible, es incapaz de definir tal realidad y mucho menos, formularla, por lo que su interpretación no sólo no puede ser objetiva, sino que ni siquiera la alcanza el campo de la subjetividad.
Ante estos hechos, Capra, de la Univ. de California, propone una interpretación intuitiva, metafísica y mística de la esencia de la Naturaleza. Anteriormente y en la misma línea, Bohr, al exponer el constructor atómico y por ello ser nombrado caballero, elige como escudo de su blasón el esquema del yin y del yang, oriental. Schrödinger, tras sus investigaciones, acaba dando amplio crédito a la religión budista. La física de Newton ya nos permitía entrever la existencia de este problema, sin embargo, es la física cuántica la que nos puede dar algunas respuestas.
La ciencia, tal como se la define actualmente, propone un conocimiento crítico e intenta describir la realidad y explicarla mediante leyes que son proposiciones universales que establecen bajo qué condiciones se producirán ciertos hechos, permitiendo así la predicción de los fenómenos, a condición de estar despojados de sentimientos, sensaciones y emociones. La física, por un lado, nos acerca al conocimiento de los elementos materiales que constituyen la Naturaleza próxima, y por otro, intenta investigar el origen del Universo y su evolución mediante modelos analíticos teóricos, y todo ello, recurriendo a la abstracta razón de la útil herramienta de las matemáticas. Los físicos se valen de la investigación en su vertiente fundamental o aplicada, dependiendo de si son teóricos o experimentadores. En cualquier caso, el objetivo último, tal vez utópico, es el de construir un modelo capaz de resolver todas y cada una de las cuestiones que se pueden plantear desde la relatividad general y la física cuántica, unificándolas en una sola teoría. En este momento, sin embargo, no parece posible un modelo físico-teórico que contenga a la vez, las fuerzas que interrelacionan la materia con la energía (electromagnetismo, gravedad, fuerza débil o de Fermi y fuerza nuclear) y las ondas y partículas elementales cuánticas.
La física cuántica establece que las partículas elementales, constituyentes del átomo, no son elementos esencialmente reales dada su imprecisión existencial. Se pueden comportar como partículas en un momento dado y como ondas en el siguiente o en el anterior. Existen en un espacio y un tiempo que no reconoce el presente, saltan del pasado al futuro, y a la inversa. El presente material sólo es reconocido como una necesidad y una arbitrariedad de la observación humana. No obstante, contradictoriamente, las partículas elementales y las ondas exigen su derecho de ser el fundamento de la materia. Paradigma complejo y de difícil solución. La curiosidad estriba en que tanto la física relativista como la cuántica resuelven problemas siempre que no sea simultáneamente. Esta disyuntiva generó el Principio de Incertidumbre propuesto por Heisenberg, que expresa el que no hay ningún elemento que exista en un lugar y en un tiempo determinados. Por tanto, la velocidad y situación de una partícula elemental solamente se puede fijar en un instante dado (por el diagrama de Friedmann), pero nunca se sabrá que sucederá en el instante siguiente, y tampoco si actuará como tal partícula o como función de onda.
La física clásica la erigió Newton como respuesta al sentido común. La materia se puede evaluar, se precisa su posición y su comportamiento, se prevén los movimientos y velocidades, sus energías y sus resultados. Las ondas eran elementos de segundo orden en comparación con las partículas que por sí solas eran suficientes para conformar la materia. La física clásica no intuyó con la perspicacia necesaria, las posibilidades de las ondas actuando como partículas, al no conocer estos elementos subatómicos, a la vez extremadamente cercanos y lejanos, pero vinculados estrechamente a la vida de los átomos. No fue más allá del horizonte molecular.
La física cuántica teoriza sobre la constitución íntima de la "materia real" fundamentándola en dos partículas elementales: fermiones y bosones.
Los fermiones son las partículas que construyen la estructura de la materia, y se encuentran representados por los electrones, protones y neutrones. Son partículas que actúan con cierta independencia y autonomía. Los bosones son los vectores que transportan la esencia y la fuerza de la Naturaleza, facilitando la conjunción del Universo. Son partículas independientes que siempre interactúan entre sí, a veces sincrónicamente, pero que en ciertas condiciones pierden su individualidad. Esta paradoja de la interdependencia e individualidad de estas partículas fue enunciada por Einstein, Podolski y Rosen. Los bosones están constituidos por los gluones, gravitones y fotones, siempre con tendencia unívoca a la reunión dispersa.
La interrelación dinámica entre fermiones y bosones, la fundamenta, especialmente, el fotón, que al no tener carga, es su propia antipartícula. Pares de electrones y positrones pueden ser creados espontáneamente por fotones, y este proceso se puede invertir como consecuencia de su propia aniquilación. La antipartícula del electrón es el positrón. La colisión de un fotón (γ) con un electrón (e-) genera un brusco cambio en la dirección de este. El e- absorbe al γ. Luego, lo emite cambiando de nuevo su direcciσn.
Para ver el gráfico seleccione la opción ¨Bajar trabajo¨ del menú superior
Diagrama en el que se describe la colisión de un electrón y un fotón. Obsérvese que entre las dos colisiones A y B, el electrón ha cambiado su trayectoria en el espacio y ha invertido el tiempo.
Fermiones y bosones, son partículas elementales que sostienen y actúan en instantes indeterminados como funciones de onda.
Por causa de los bosones, los fermiones se mueven y se mantienen coherentes entre sí, aunque independientes, en el proceso de creación. Cuando los bosones se solapan por la afinidad generada por una información compartida resonante (concepto introducido por el autor) conllevan una determinada identidad, pero las probabilidades de existencia como tales partículas individuales, disminuyen, concretándose la materialización. A este proceso se le denomina caída de la función de onda. Esta primigenia afinidad puede hacer suponer la presencia de un inicial estado elemental de conciencia. La pérdida de la cualidad individual de los bosones, es la responsable directa de la aparición de un primer estadio de una estructura material consciente de su propia existencia.
La teoría cuántica sólo es posible expresarla en términos matemáticos y describe a la materia como una abstracción. En este sentido, la materia no ocupa ni un espacio puntual ni un tiempo determinado, se encuentra difundida y en un constante movimiento discontinuo, aleatorio e impredecible, en todo el Universo. Las partículas elementales no obedecen a leyes predeterminadas, por lo que para quien las observa en este estado inicial, resultan parecer la consecuencia de una situación caótica.
Primero Minkowski y luego su alumno Einstein, proponen los campos o planos de referencia inercial. Supongamos que un turista, que se encuentra en Sacrè Coeur, París, pregunta dónde se encuentra el edificio número 10, en la Place de Tête. Para un parisino domiciliado en esa zona le será muy fácil explicar, ya sea topológica o matemáticamente, lo que debe hacer el turista para llegar a esa exacta dirección. Sin embargo, a nadie se le ocurrirá preguntar por esa misma dirección si se encuentra a 1.000 kilómetros de altura. En todo caso preguntará dónde se encuentra Europa. Es decir, los hechos responden a determinados planos de referencia inercial. De aquí surge la relatividad, que en todo caso responde a la referencia asociada al propio observador. Es el mundo de las certezas, donde el movimiento es natural pues lo controlamos por el espacio recorrido, por el tipo de velocidad, el tiempo y la energía empleada. Sin embargo, para la teoría cuántica, no pueden existir planos de referencia, excepto los que devienen de un preciso instante dado. Es el mundo de lo impredecible, donde todo fluye, donde las partículas aparecen y desaparecen, sus movimientos son discontinuos y giran sin cesar en todas direcciones, a veces como tales partículas y a veces como funciones de onda. El espacio y el tiempo se difunden en el mundo de las partículas que circulan sin orden cronológico, se diluyen en campos de magnitudes de onda en su propio y aleatorio espacio y se complejifican en ocasiones, permitiendo la materialización, y en otros instantes invirtiendo el curso del tiempo. Las realidades cuánticas son estados potenciales.
Naturalmente, para un observador es más simple desenvolverse en el mundo de la física clásica; no podría hacerlo en el mundo cuántico, pues este observador necesita de hechos entendibles no desde la acronología. Sin embargo, los fermiones, y especialmente los electrones, sí. Es el denominado acontecimiento de reversibilidad temporal, en el que los sucesos ocurren de una manera tal, que permiten adoptar cualquier dirección en el espacio y en el tiempo. Es por esto por lo que el observador influye definitivamente en la creación de la materia, es el que le aporta conciencia a la realidad. Ello permite las dualidades onda-partícula, cuerpo-conciencia y mente-realidad, aspectos todos ellos, indisociables de la existencia. Es el observador el que crea la realidad del instante presente. Si este instante no es observado se puede generalizar diciendo que se difundirá, extinguiéndose en el tiempo. Por tanto, sólo es la conciencia del observador del suceso lo que le aporta realidad. Pero, ¿y si no se tiene conciencia de ese mismo suceso, existe en realidad?.
Las partículas elementales parecen estar aparentemente alejadas en el espacio-tiempo, pero en realidad, en un dominio subyacente, el dominio implícito cuántico, permite que se encuentren vinculadas entre sí. Según Bohm, este dominio se comporta como el patrón de interferencias de un holograma. En el dominio implícito de las frecuencias no existe el espacio, ni las distancias, y por ello, tal como dice Pribiam: "la separatividad es una ilusión construida en nuestro cerebro".
Es conocido el problema de "quién mató al gato" propuesto por Schrödinger. Pensó en quién mataría a un gato dentro de una jaula. Colocó comida en un lado y un tóxico mortal en el otro. Por delante puso un líquido radioactivo que desprendería una partícula que podría subir o bajar. Si esta partícula sube, se destapará la comida, pero si baja, destapará el veneno. Se trata de saber que le sucederá al gato. Según la ecuación del autor de este acertijo, nada físico puede decidir la suerte del gato. Al tratarse de una realidad cuántica se encuentra en un estado potencial. Vivo y muerto al mismo tiempo, en dos estados probables, solapados e interpuestos. Sólo la mirada del observador puede determinar el desenlace final.
La realidad cuántica es diferente según se perciba o no, según se observe o no.
Imaginemos la infinidad de trayectorias de partículas elementales y ondas (los trazos del dibujo de Doré) que se han ordenado en el instante dinámico de la interferencia del observador, ofreciendo a la organización cerebral la proyección del espejo de la realidad. Individualmente, cada línea o trayectoria de una partícula no se traduce en una imagen reconocible, sin embargo, el conjunto ordenado de ellas conforman nuestra realidad cotidiana.
Electrones que antes de la percepción del observador eran partículas u ondas
indefinidas e impredecibles, se transforman, como consecuencia de esa misma observación, en partículas y ondas de carácter formal, mediante unos fotones invisibles que responden a la llamada del observador como consecuencia de su experimento. El gato vivirá o morirá, concretando uno de los dos estados latentes superpuestos en el momento de la observación. Dependiendo del instante de la observación, Schrödinger lo acariciará o lo enterrará.
A partir de aquí se plantea un gran problema. ¿Qué poder virtual tiene el observador sobre la creación de la realidad?. El conocimiento de los elementos que nos rodean, parece ser el eslabón entre el mundo cuántico y la realidad común. Es decir, la conciencia del observador es la que hace realidad lo observado. Por eso, Prigogine dice: "La realidad se nos revela sólo a través de una construcción activa en la que participamos" . La ciencia, tal como se definió anteriormente, no responde a estas características quedando corta en sus objetivos, ya que su campo de actuación no contempla a la conciencia.
De acuerdo con Louis de Broglie:
"En la dimensión espacio-temporal, todo lo que para cada uno de nosotros constituye el pasado, el presente y el futuro, se da en bloque... Cada observador, a medida que su tiempo va pasando, descubre nuevas porciones de espacio-tiempo que aparecen ante él como aspectos sucesivos del mundo material, aunque en realidad, el conjunto de sucesos que constituyen el espacio-tiempo, existe con prioridad a su conocimiento de ellos"
La reducción de la probabilidad y su conversión en realidad se encuentra asociada a la actividad y "actitud" de los bosones, por lo que pueden ser considerados como los antecedentes primarios de la conciencia (Martínez de la Fe, 1991).
La conciencia está en estado latente en la materia, por lo que no es algo extraño al mundo cuántico: las partículas elementales asocian los cambios en su medio a la interferencia del observador. Existe un diálogo inexplicable entre el hombre y la partícula. Tal vez sea este "... el secreto del Viejo", tal como dijo Einstein. La conciencia brota a partir de una relación de fotones virtuales coherentemente ordenados en el sistema cuántico del cerebro.
El observador se convierte de esta manera en el espejo de la realidad, que su conciencia debe conocer y asume la dualidad: onda-partícula, cuerpo-conciencia, mente-realidad, aspectos diferentes pero todos ellos integrados en la existencia. Desde la física cuántica se puede afirmar que la realidad no es más que un holograma constituido por partículas elementales ordenadas en nuestro cerebro.
De esta forma, el hombre cuántico se convierte en la gran paradoja de la física de las partículas cuánticas.

Teletransportación

Consiguen la primera teletransportación cuántica a larga distancia
Por primera vez en la historia se ha conseguido la teletransportación de la identidad cuántica de un fotón a otro fotón distante una importante distancia, lo que constituye un logro que puede ayudar a dar un fuerte impulso para el desarrollo de la criptografía y las computadoras cuánticas, así como para nuevos sistemas de telecomunicaciones capaces de obtener la transmisión instantánea de datos. De esta forma, la teletransportación no sólo se consolida como fenómeno físico controlable, sino como un nuevo desafío a la concepción del mundo basada en el tiempo y el espacio.
Un equipo liderado por el profesor Nicolas Gisin, de la Universidad de Ginebra, ha conseguido la teletransportación cuántica de mayor distancia hasta la fecha, según se explica en un artículo que acaba de aparecer en la revista Nature.
Lo que ha conseguido este equipo de físicos es transferir las propiedades de un fotón a otro fotón a una distancia de dos kilómetros. La experiencia constituye toda una proeza porque hasta ahora las distancias en que se conseguían producir estos fenómenos eran mucho menores, del orden de los centímetros.
Para concebir la posibilidad de que la información pueda ser transportado dos kilómetros en un instante nulo, sin haber recorrido, en realidad, ningún trayecto, los físicos de Ginebra se apoyan en la mecánica cuántica, que ofrece un marco teórico en el que la teletransportación, no de materia sino de información, es posible.
La idea de la teletransportación no es nueva. Hace tiempo que se descubrió que el estado cuántico de un objeto, es decir, características de su estructura más elemental, podía en teoría ser teletransportado.
Esto no significa que la entidad, por más pequeña que sea, pueda ser transportada de un lugar a otro sin moverse de su posición original. En realidad, de lo que se habla es de transportar caracteristicas de su estructura, es decir, de su esencia, y no la materia del objeto, que permanece inamovible tanto en el punto de partida como de llegada.
En base a este razonamiento, desde 1997 se ha comprobado que en estas condiciones la teletransportación es posible, aunque siempre con partículas cuánticas separadas entre sí no más de un metro.
Lo que ha conseguido ahora el equipo del profesor Gisin es precisamente transportar el estado cuántico de un fotón entre dos laboratorios unidos entre sí por una línea de fibra óptica de dos kilómetros de largo. En realidad, los dos laboratorios estaban separadas entre sí cincuenta y cinco metros, pero el cable que recorrieron los dos fotones gemelos tenía una extensión mayor, simulando la distancia de dos kilómetros. Se verificó así que a esta distancia la teletransportación también es factible.
En una entrevista a SwiussInfo, el profesor Nicolas Gisin explica que la materia y la energía no se pueden teletransportar, pero sí su identidad cuántica. De esta forma, es posible transferir las informaciones relativas a las características físicas de una partícula situada en el punto A a otra partícula situada en el punto B. Esta segunda partícula sufre una transformación, que consigna el estado de la partícula A.
El experimento requirió controlar previamente la inestabilidad de los fotones, las partículas elementales de las que se compone la luz. Para conseguir la teletransportación, el equipo de físicos se valió de fotones gemelos, generados juntos en el mismo suceso cuántico. Cuando se consigue un par así, cualquier modificación que sufre uno de los fotones la reproduce instantáneamente el otro, aunque esté a enorme distancia del primero. Esta aportación de la física cuántica, que compromete la noción clásica de tiempo y de espacio, fue resistida por Einstein, que consideraba que un suceso así no era posible porque violaba la ley de que nada puede viajar a más velocidad que la luz. Einstein esta vez se equivocaba.
Estos fotones gemelos juegan el papel de terminales para la transmisión. La partícula que se pretende teletransportar se altera cuando se la sitúa junto a uno de los fotones gemelos. Por una ley de la mecánica cuántica el fotón "testigo" es afectado y la alteración es registrada instantáneamente por el fotón gemelo.
El experimento es un fuerte impulso para el desarrollo de las telecomunicaciones, la criptografía y la informática; particularmente ayuda la emergencia de las llamadas computadoras cuánticas, si bien la técnica de teletransportación deberá ser perfeccionada.
En el mundo cuántico rigen leyes diferentes de las que conocemos en el universo cotidiano. Átomos, protones, neutrones y fotones se comportan de manera sorprendente para nuestros sentidos según dos principios. El primero es el de la superposición de estados: en contra de lo que ocurre en el mundo de los sentidos, los objetos cuánticos como los fotones pueden estar en dos estados diferentes a la misma vez, sin que pueda preverse de antemano en qué estado estaba antes de la medición. El segundo principio que rige la física cuántica es el de incertidumbre, formulado por Heisenberg, según el cual la mera observación de un sistema cuántico lo modifica de tal forma que impide que pueda ser conocido tal como era en realidad en el estado no observado

sábado, febrero 05, 2005

Michael Faraday y la electricidad

De todos los grandes científicos del siglo XIX, Faraday es probablemente el más curioso y el más presente en la vida cotidiana, ya que está en el origen, en el punto de partida mismo de la electricidad. Nacido en la pobreza, elevado a golpes de genio en la escala social, autor de las famosos conferencias de difusión de las ciencias a las que acudían obreros y artesanos, y en las que explicaba el mundo a partir del humo de una vela, Faraday fue un decidido empirista que tuvo aciertos teóricos e intuiciones (como el concepto de campo) que serían cruciales cien años más tarde. Cuando le preguntaban para qué sirve la ciencia, preguntaba a su vez: ¿y para qué sirve un bebé? Le debemos a él tanto el alumbrado como la silla eléctrica, las computadoras, las comunicaciones y la picana. Pero eso es lo que suele suceder con los bebés cuando crecen y reciben

El humo de una vela que se apaga, o el de un cigarrillo que descansa en el cenicero, tienen un comportamiento que es tan intrigante para los físicos como inocente podría parecerle a cualquier otro. Lo mismo ocurre con una canilla que gotea, pero ésa es otra historia.
Si no hay corrientes de aire, el humo asciende durante unos cuantos centímetros formando una columna casi rectilínea, pero en un momento se forman complejos torbellinos y todo se dispersa en una impredecible turbulencia que parecería volverse aleatoria.
Estudiar fenómenos como éstos no es una cuestión ociosa; cualquiera se da cuenta de su importancia en temas tan prácticos como la hidráulica o la aerodinámica. Pero tratar de entender y determinar los procesos que implican es algo que les ha dado trabajo a grandes físicos y matemáticos, desde Lev Landau hasta la más reciente física de la complejidad.
Se diría que Michael Faraday (1791-1867), un gran científico que no tenía empacho en considerarse “iletrado” en matemáticas, de algún modo lo había intuido hace un siglo y medio. Faraday era divulgador por vocación, y fue uno de los primeros en acercar la ciencia al gran público. La Historia Química de una Vela, una de las charlas que dedicó a los niños, pasó a ser un clásico. Allí sostenía Faraday que en una vela que arde “no deja de estar comprometida ninguna de las leyes que gobiernan el universo. El fenómeno físico de una vela que arde es la puerta abierta que nos permite acceder al estudio de la filosofía natural”.

Un pasado electrico

Los físicos (y hasta algún electricista) conocen el faradio, la constante de Faraday, el efecto Faraday y la Jaula de Faraday. Los filatelistas, y aquellos que alguna vez tuvieron en sus manos un viejo billete de veinte libras, habrán visto su imagen.
Pero todos tendrán en su casa varios motores eléctricos o viajarán en autos provistos de dínamos y baterías, que hasta hace poco solían estar llenos de piezas cromadas. Estas son apenas algunas de las cosas que le debemos a Faraday, uno de los más grandes científicos experimentales de la historia, uno de los últimos empíricos y uno de los patriarcas de la electricidad.
No todo lo que hizo Faraday es tecnología. Si bien permitió que Edison pusiera en marcha sus fábricas de patentes, la obra experimental de Faraday le sirvió a Maxwell para desarrollar trabajos teóricos fundamentales que llegaron a poner en jaque al paradigma newtoniano. Su concepción de las “líneas de fuerza”, resistida por los físicos de su tiempo, fue la base sobre la cual William Thomson (Lord Kelvin) desarrolló la teoría del campo electromagnético, que puso en marcha toda una revolución científica.
A mediados del siglo XIX Faraday propuso audazmente relacionar la gravedad y el electromagnetismo. Si bien entonces nadie lo acompañó, setenta años más tarde Einstein iba a darle la razón. Faraday fue posiblemente el último empírico de la ciencia moderna, un hombre que carecía de toda educación formal y confesaba su ignorancia en matemáticas, al punto de admitir que “no había entendido nada” en las obras de Ampère.
Era hijo de un herrero, y desde muy temprano había tenido que salir a ganarse la vida. Aprendió a leer y escribir en la escuela dominical de losSandemanianos, una austera secta fundamentalista a la cual siguió perteneciendo durante toda su vida. Allí conoció a su mujer, formó su familia y fue aclamado como predicador. La congregación no tenía clero y todos los adultos tenían que predicar.
La única vez que faltó a una celebración del culto sandemaniano fue para ir a tomar el té con la reina Victoria al Palacio de Buckingham, en una época en que ya era famoso. Sus disculpas no le sirvieron de nada y tuvo que hacer grandes méritos para que la comunidad le levantara la suspensión que le había impuesto.
A los trece comenzó a trabajar como mandadero y aprendiz de encuadernador en el taller de un bibliotecario. Se pasó siete años leyendo los libros que le daban para encuadernar, atraído especialmente por los que trataban de electricidad. Como era un hábil dibujante, copiaba las ilustraciones y luego intentaba realizar las experiencias con instrumentos caseros.
Un día de 1813 un cliente agradecido le regaló unas entradas de favor que le permitieron ir a escuchar las últimas cuatro conferencias de un ciclo que estaba dictando Humphrey Davy, el químico que tenía en su haber el descubrimiento de nada menos que doce elementos de la tabla. En las sabrosas acotaciones que muchos años más tarde le dedicó al arte de la conferencia, Faraday distinguía entre el público educado (que “desea entretenerse”) y el “vulgar”, que se toma el trabajo de pensar. El joven Michael, que no era nada vulgar y pensaba todo el tiempo, tomó gran cantidad de notas e hizo todas las preguntas que cabían. Harto de trabajar en la librería, se atrevió a presentarse ante Davy para pedirle empleo como ayudante de laboratorio. El químico, que al principio quiso desalentarlo diciendo que para quien no contara con recursos económicos la ciencia era “una amante cruel”, terminó por aceptarlo.
Un tiempo más tarde se lo llevó consigo en un viaje que emprendió por toda Europa, y aunque la esposa del químico se empeñó en tratarlo todo el tiempo como si fuese su mucamo, pudo visitar Francia, Italia, Suiza y Bélgica, y tratar con los mayores científicos vivientes. En Francia conoció a Ampère. También fue allí donde ayudó a Davy a licuar el cloro por primera vez e inventar la lámpara de seguridad que les salvaría la vida a muchos mineros. Ese viaje fue para Faraday el equivalente de la universidad que no había tenido.
En los años que dedicó a la química, Faraday fue el primero en aislar el benceno y desarrolló la técnica de la electrólisis, para la cual no dejó de enunciar dos leyes. Luego se internó en el campo de la electricidad, y allí fue como descubrió la inducción electromagnética. Si Oersted y Ampère habían obtenido magnetismo de la electricidad, ¿por qué no obtener electricidad del magnetismo? Su investigación lo llevó a inventar el motor eléctrico (1821) y la dínamo (1831), cuyas aplicaciones prácticas se descubrió muchos años después.
Cuando fue elegido miembro de la Royal Society, Davy (que entonces la presidía) votó en contra de Faraday, porque no se resignaba a verlo como otra cosa que su ayudante. Un malentendido contribuyó a distanciarlos, en el momento en que alguien lo acusó de robarle ideas a su maestro.
Abandonó la investigación en 1855, pero siguió dictando sus tradicionales conferencias de los viernes en la Royal Institution (una costumbre que aún sigue) y sus charlas de Navidad para los niños, hasta que la mala salud y la senilidad se lo impidieron.
En 1864 la reina le ofreció la presidencia de la Royal Institution (el cargo que había tenido Newton) y un título de nobleza. Rechazó ambos honores diciendo que si aceptaba no estaba en condiciones de responder por su integridad intelectual por menos de un año: prefería seguir siendo plebeyo. Lo único que aceptó fue una pequeña pensión y la casa de Hampton Court donde pasaría sus últimos años.
Murió cuando dormía, como Pasteur.

Obstinado rigor

Faraday era un trabajador obsesivo. Su biógrafo, el físico John Tyndall, no supo hacer nada mejor que recurrir a la metáfora química cuando escribió que el fuego que lo animaba era como el de un combustible sólido, que se quema lentamente, y no como el de un gas, que se agota en un efímero fogonazo.
Había comenzado fabricando sus propios instrumentos, y recién dispuso de adecuados laboratorios cuando se incorporó a la Royal Institution. Era sumamente metódico, y sus cuatro volúmenes de investigaciones muestran el rigor con el que trabajaba: uno de ellos consta de 16.041 párrafos numerados y vinculados entre sí; casi lo que hoy llamaríamos un hipertexto.
En su tiempo aún no existían los epistemólogos; de hecho, su amigo William Whewell recién acababa de inventar el término “científico” para designar a aquellos que todavía eran llamados “filósofos naturales”. Sin embargo, Faraday tenía su propia epistemología. Alguna vez dijo que si la ciencia quería avanzar tenía que ser republicana (esto es, democrática), y admitió que aunque él no era republicano en política, cuando hacía ciencia estaba obligado a serlo.
A su discípulo, el físico William Crookes, le dio como regla “Trabaja. Corrige. Publica”, que es todo un programa. En cuanto a la metodología, reconocía que de todas las expectativas, deseos y conclusiones apresuradas que el científico baraja, sólo la décima parte logra rescatarse en el producto final. “El mundo ignora –escribió– cuántas ideas y teorías tiene que sacrificar en silencio un investigador, sometiendo a la crítica su propia obra y examinando los hechos.” Si le hubieran hecho caso, el mundo se hubiera salvado de muchos papers irrelevantes, con el consiguiente ahorro de papel y energía.
Vivió en un mundo en el cual la ciencia ya comenzaba a tener reconocimiento social y político, desde que Napoleón había condecorado a Volta e impulsado la Escuela Politécnica. Sus trabajos atrajeron la atención de los poderosos, desde la reina Victoria hasta el canciller Gladstone y el primer ministro Peel.
Cuando Peel le preguntó, con urgencia pragmática, para qué (diablos) servía la inducción electromagnética, Faraday replicó con aquello de “¿Para qué sirve un niño recién nacido?” Pero cuando Gladstone le hizo la misma pregunta fue más irónico. Le contestó que todavía no estaba seguro, pero casi con seguridad pronto tendría que gravarla con algún impuesto. Lo primero hoy se enseña en la primaria, y lo segundo se comprueba con sólo mirar las facturas.

De predicador a conferenciante

Faraday nunca sintió el menor conflicto entre sus creencias religiosas y su práctica científica, entre la exégesis de la Biblia y el desciframiento del libro de la naturaleza. Tyndall, que era agnóstico, no dejaba de observar que Faraday parecía recuperar energías cada vez que volvía del culto dominical.
Es que el físico experimental era la misma persona que asistía a los enfermos y a los pobres de su comunidad, y predicaba regularmente en el culto. Sus Exhortaciones, que más tarde fueron publicadas, le hicieron decir a Gladstone que “si el mundo había perdido a un sabio, el cielo había ganado un santo”.
Para quien se lo esté imaginando como una suerte de testigo de Jehová, dogmático y proselitista, Tyndall atestiguaba que en quince años de amistad Faraday jamás le había hablado de religión, que era sumamente respetuoso de las creencias ajenas y que no buscaba la confrontación. En estos tiempos en que el fascismo se ha trivializado y abunda la violencia verbal, uno no deja de extrañar aquella tolerancia victoriana.
Pero Faraday tampoco era un ingenuo. En 1854, cuando estaba en pleno auge el espiritismo, a cuya fascinación sucumbía gente como Russell Wallace y Crookes, Faraday dio una conferencia para refutar las pretensiones ydenunciar los fraudes de los medium, y logró convencer al propio príncipe Alberto.
Si bien no era tan optimista como los victorianos en cuanto al triunfo de la ciencia (sus creencias hacían que reservara la verdad última para Dios), creía firmemente en la unidad de las fuerzas que iba descubriendo, tanto en su trabajo experimental como en el teórico. Como buen físico clásico, decía que “la belleza de la electricidad no está en que tenga un carácter misterioso, sino en el hecho de que está sujeta a leyes”.
Su personalidad no ofrecía rasgos de disociación: podía ser tanto un predicador de la física, que diseñaba minuciosamente cada una de las experiencias con que iba a ilustrar sus charlas, como un conferencista bíblico, que era capaz de buscar una cita durante horas.
Fue uno de los primeros (si no el primero) de los científicos modernos que se sintió obligado a poner sus descubrimientos al alcance de un amplio público, lo cual lo convierte de algún modo en el patriarca de los divulgadores.
Las notas en las cuales recogió su experiencia como conferencista son tan minuciosas como lo era su metodología de laboratorio. Faraday no dejaba detalle sin planificar, desde la postura física del disertante hasta la cuidadosa preparación de los aparatos que iba a usar; hasta llegaba a sugerir qué hacer cuando las experiencias fallan, o en qué momento meter un chiste.
Uno de aquellos consejos merecería ser seguido por muchos profesores, disertantes, panelistas y hasta opinadores mediáticos, en el supuesto de que estos últimos tuvieran tiempo y ganas de pensar. Faraday recomendaba “no amontonar razones y argumentos como si fueran ladrillos, sino desplegarlos como si fueran las ramas de un árbol”.
Nunca lucró con las aplicaciones de sus descubrimientos, aunque no dejó de soñar con barcos y trenes eléctricos. Tan romántico como Pasteur, más que creer en la “ciencia aplicada” creía en las aplicaciones de la ciencia. Otros fueron los que las encontraron.
En su biografía, Tyndall rescató otra metáfora química que era muy grata a Faraday. El físico acostumbraba a llamar la atención sobre el hecho de que cuando el agua cristaliza excluye de sí todas las impurezas, como ácidos, álcalis o sales. Faraday aspiraba a que sus descubrimientos decantaran en ciencia pura, más allá de las exitosas aplicaciones.
La electricidad que él nos enseñó a domar era tan ambigua como todas las fuerzas conocidas, incluido el poder: nos iba a dar tanto el alumbrado como la silla eléctrica, las computadoras y las alambradas electrificadas, las comunicaciones y la picana. Pero eso es lo que suele suceder con los niños recién nacidos, cuando crecen y reciben toda clase de influencias.